El primer Dead Space llegó en una época en la que los survival horror estaban muy deteriorados. Con Resident Evil 4 como mayor exponente de la saga de Capcom y Silent Hill perdido en el olvido, la saga del ingeniero Isaac Clarke llegó para darnos un soplo de aire fresco y, a la vez, recordarnos qué se sentía cuando no tenías nada más que un arma escasa de munición y oías lo que parecía ser una bestia asesina a la vuelta de la esquina.
Aquí no se trata de disparar sin sentido hasta acabar con todos los monstruos. EA se sacó de la manga un sistema nuevo en el que debíamos disparar a las extremidades de los enemigos hasta desmembrarlos. Esa era la forma más efectiva de acabar con ellos, y si bien podíamos matarlos de la manera común, es decir, vaciandoles un cargador en el pecho, esa no era una forma muy inteligente de actuar ya que gastaríamos el triple de balas.
Y aquí entraba la cortadora de plasma, el arma estrella del juego. Un útil artilugio que hacía que el desmembramiento fuese mucho más fácil al disparar láseres cortantes en vertical u horizontal, según nuestro deseo.